Klaus Wermer
solía regar las azaleas con frecuencia, en estos últimos años tras la muerte de
su esposa tenía mucho más tiempo libre, tiempo libre era precisamente lo que le
sobraba. Su vida transcurría sin demasiados sobresaltos, algún que otro
achuchón, pues contaba ya casi con ochenta primaveras, alguna que otra visita esporádica
de algún viejo camarada de sus años en el “campo”, aunque ya quedaban pocos de
aquellos fieles camaradas. Klaus no solía relacionarse con sus vecinos, tampoco
lo hacía con las gentes del pueblo, en realidad nunca lo hizo desde que fue a
vivir allí a finales de los años cuarenta.
Se había construido un pequeño
huerto en la parte trasera de su casa donde plantaba verduras para su propio consumo
y así poder aislarse lo más posible del resto del mundo. Nadie sabía casi nada
sobre su vida, pero los rumores y mentideros corrían por el pueblo como
regueros de pólvora, que si era un ladrón de joyas retirado, un gángster, un
criminal de guerra huido.
Su mundo se circunscribía
a los cuatro muros que rodeaban su jardín y su contacto con el mundo exterior, a
un extraño paquete que recibía sin falta cada agosto desde hace ya casi
cincuenta años. Lo que si habían observado los vecinos de las casas contiguas a
la suya era que solía dar largas caminatas vestido con un traje de aspecto
mugriento, desde el muro delantero de su casa hasta la parte trasera donde se
encontraba el huerto, siempre con un mismo recorrido, era casi como una
letanía, como un vagar errante que repetía
sin cesar una y otra vez, una y otra vez. Sus recuerdos se agolpaban en su
cabeza como pesadas barracas rodeadas de alambradas de espino que recorrían su
cuerpo, sus sueños, su pasado.
El señor
Wermer nunca se había preocupado en demasía por la muerte, la existencia o la
finitud de la vida hasta que Elisa se fue. En otro tiempo, él había sido un experto en ella, para él era un
libro abierto, un tema que le había sido cotidiano durante muchos años de su
vida y aún muchas noches le atormentaba en sus largas horas de vigilia, pero
ahora, tras la muerte de su esposa, el tema le preocupaba, más aún, le causaba
pavor saber que habría tras ella.
Titulares
del periódico regional del día 10 de Agosto de 2000:
“Ayer a
primera hora de la mañana la policía judicial procedió a entrar en la casa de
campo propiedad de Klaus Wermer debido a las constantes quejas de los vecinos
a causa del mal olor, y descubrió el cuerpo del anciano junto a un paquete
con el membrete de la asociación de antiguos prisioneros del campo de
exterminio de Auschwitz y también llamó la atención de la policía el hecho de que
su dedo índice pareciese querer acariciar unos números tatuados en su brazo izquierdo
que parecían casi diluidos por el paso del tiempo”.
Un saludo y espero que os guste
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