¡Hola, qué tal!, ¿tu primera vez? si, eres muy pequeño, ¿qué edad
tienes guapo? -dos manitas que casi no acertaban a coordinarse se alzaron
mostrando un lustro de su diestra y uno más de esa otra que siniestra suele ser
llamada-, ¡seis! eres muy mayor para tu edad, por ser tan salado es posible que
luego te demos una sorpresa, ven, siéntate en este asiento y si necesitas algo,
no dudes en decírmelo. No había pasado un segundo y ya aquél pequeño ser
asustado, se había enamorado, por primera vez en su vida, de aquella vestal bella
y amable que resaltaba por algo que, desde aquel momento, sería algo a destacar
en su devenir, el maravilloso aroma al buen perfume de mujer.
Ven, tengo una sorpresa para ti, coge mi mano y no te asustes,
esto que te va a pasar ahora es algo muy poco habitual, el capitán quiere
conocerte, no todos los días viaja un caballerito como tú y sin la compañía de
alguien. Asustado y nervioso, asiendo de la mano a la bella asistente de vuelo,
el pequeño se acercaba a la cabina del avión con seguros pero diminutos pasos,
para desde allí divisar la más bella vista que sus casi imperceptibles años
hubiesen divisado jamás. ¡Hola! ¿cómo te llamas? ¿a qué sueles jugar? ¿te
gustan los vaqueros o los indios? El pequeño ser no reaccionó ante la ráfaga de
preguntas que se presentaban ante él como si de una bomba de racimo de inofensivas
palabras se tratase, y tan sólo atinó a señalar un pequeño cartel
identificativo donde se mostraban sus datos y su edad, y tímidamente entre
balbuceos respondió, juego a indios, me gustan sólo los indios. El comandante,
se giró hacia él, cogió una servilleta, una pluma dorada de montañoso
sobrenombre y dibujó un vaquero que amenazante esgrimía una pistola colt,
diciéndole: a mi me gustan más los vaqueros y le entregó el bosquejo con ternura.
Años más tarde, el pequeño viajero alcanzó a entender lo que para él
significaba la respuesta del comandante,
pues el hombre blanco nunca percibía nada de lo que no podía ver, todos
ellos eran solo habitantes de esta desnuda roca, que es nuestro planeta, y
ninguno de ellos nada comprendía acerca de los seres humanos.
Aquel viaje terminó en un gran aeropuerto de una gran ciudad,
donde gente a la que no conocía y que se autodenominaba familia, le recogieron
y llevaron de casa en casa, de lugar en lugar, sin casi darle tiempo a digerir
tanta información, tanta cantidad de calles, de enormes edificios, de coches, de gentes, en fin un caos para su
pequeña cabecita insular de tan solo seis años.
Semanas después, una mañana temprano, aún cuando casi ni las
calles parecían haberse despertado aún, le subieron a un coche y le llevaron
lejos de la ciudad por una gran autopista, muy lejos, hacia dónde las montañas
parecían observarle desde lo alto y el olor a tierra y a naturaleza confundían
sus olores endémicos con otros aromas distintos nunca antes percibidos, aunque
agradables, sin duda lo eran.
Tras un largo trayecto de horas, abandonaron la cansina columna
vertebral de trazos blancos marcada, donde, solo de vez en cuando, algunos
vehículos se cruzaban ante sus ojos variando un paisaje casi siempre monocorde.
Para él, eran tan solo grandes naves con destinos ignotos, sabed que a nuestro
pequeño aventurero siempre le gustó pensar cuáles serían sus rutas y sus destinos,
y desde aquel entonces siempre disfrutó de observar el desolado paisaje en la
búsqueda de pequeñas aldeas para soñar
imaginando quiénes eran sus moradores y cuáles eran sus vidas.
Comenzaron a subir en pos de las cordilleras que aparecían a lo
lejos como grandes murallas de piedra, dejando atrás la llanura para, como si
de un viento se tratase, acercarse guiados por el sonido repetitivo del motor
de aquél viejo coche que cargado hasta los topes parecía quejarse en su letanía
por su mala suerte en la vida, y conforme subían más y más, las quejas parecían
tornarse en peticiones de ayuda, en llamadas de socorro, que sólo cesaron
cuando a lo lejos pudo vislumbrar un cementerio y la ermita de una virgen que
descansaba en el arcén a la entrada de un pueblo, su destino final.
Allí a las puertas de una casa de paredes encaladas, casi a las
afueras de aquél nuevo lugar, le esperaba su abuela, a la que sólo había visto una
vez en un viaje anterior en el que la conoció y que radiante de felicidad lo
estrechó en un abrazo, como ese viento que envuelve un junco casi llegando a
doblegarlo.
Con cada nuevo día, despertaba a un dulce sol de verano que se
crecía en su esplendor con el paso de las horas, y ayudado por su leve arrullo se
sentaba cada mañana en las escaleras desde donde observaba la calle y podía ver
pasar a la mujer de los quesos, aquella que siempre traía a su vera un precioso corcel
negro con alforjas cargadas de queso fresco, que hacía que su imaginación se
remontase como un águila al verlo, ya que nunca antes había visto un caballo,
excepto en sus interminables batallas oníricas defendiendo las colinas negras y
que, desde entonces, fue el invariable regalo de cumpleaños que su abuela año
tras año le prometía y que nunca llegó.
En las tardes de intensa canícula, su joven tía, casi una desconocida
para él, le recogía con su pequeño utilitario amarillo y le llevaba al más
maravilloso lugar que nunca antes sus pequeños y asombrados ojos vieran, allí a
tan solo dos kilómetros de la puerta de su casa moraba la más fastuosa naturaleza
nunca antes conocida, allí ante sus ojos contemplaba, por primera vez en su
vida, radiantes piscinas lacustres de límpidas aguas, colinas de intensa
vegetación, sauces llorones y un gran puente bajo el que se reunían familias,
afanadas en la búsqueda impenitente de un cobijo en la primera línea costera,
para ver sin ser vistos, ejercitar la sin hueso y acabar merendando tras largas
tardes de sol, arena y agua fresca, que bajaba libre y pura desde las montañas,
fue, su primer tesoro y su más preciado paraíso en la tierra, allí comprendió
por primera vez que el mundo estaba lleno de maravillosas formas y criaturas
que nunca antes había visto y que, desde aquél verano, formarían ya parte de
sus imborrables paisajes, de su universo, como lo harían también los años que luego
hubieron de llegar.
Aquel lago fue su bautismo hacia un mundo diferente, distinto del
suyo, pero tan o más bello que el que sus ojos hubieran percibido hasta esa
fecha, jamás olvidó las deliciosas meriendas en sus orillas, cuando ya
refrescaba la tarde, aquellos incesantes baños de sol y agua que arrugaban las
pieles y amorataban los labios, los saltos al vacío desde la pequeña represa, los
peligrosos safaris en busca de insectos y batracios, y tampoco jamás olvidaría
cuántas veces, las más de las veces, en las que su pequeño cuerpo fue a dar a
las cristalinas aguas del frío torrente, intentando cruzar saltando de piedra
en piedra el adoquinado y musgoso puente de canchos que unía las dos orillas de
su laguna estigia, allí donde tantas veces la corriente mojaba sus pequeños pies
desnudos, allí donde conoció por primera vez la felicidad que se aparea de
nuevo dentro su corazón, como aquellos animales acuáticos y terrestres, con
cada nueva visita, con cada nueva visión de su infancia.
Quizás, porque aún con el paso de los años, cuando resbalo y caigo
en mi vida, aún puedo verme reflejado en aquel pequeño niño isleño que al
caerse, se erguía de nuevo escupiendo renacuajos por su boca.
Un saludo y espero que os guste
Fuente: Nueva antología de Cálamus