"Dedicado a todos aquellos que intentamos nadar contracorriente en el ámbito cultural de las Islas Canarias"

29 de junio de 2013

Los Mirlos Ausentes


Hubo un tiempo muy lejano y un lugar que de tan lejano ya ni recuerdo dónde en los mapas se hallaba, en el que cuenta una vieja leyenda que habitaban dos pequeños pajaritos, un bonito mirlo de color negro azabache y su pequeña cría. Ambas pasaban sus días unidas luchando contra los vientos que golpeaban su nido, porque un invierno de esos muy fríos hace mucho tiempo ya, un inquieto mirlo que vivía a su lado y que deseaba volar sin ellas, se fue muy lejos para no volver, y ya nunca jamás se preocupó por su pequeño pajarito, jamás se acordó de si tenían hambre o frio, ni tan siquiera cuál era el camino para volver a aquel nido dónde ellas esperaban.
Pasó el tiempo, pasaron los años, llegaron los inviernos y cayeron las hojas del otoño y aquel mirlo y su cría, se hicieron fuertes, crecieron solas pero juntas convirtiéndose en las más bellas aves del lugar. El tiempo les trató unas veces bien y otras no fue tan bondadoso con ellas, pero ambas, pues los mirlos hembras son así, se hicieron una y como una sola roca aguantaron los embates de las olas y la soledad de las noches oscuras para seguir adelante aún cuando a veces, sólo algunas veces, hasta el aire les faltara.
Aunque una mañana, una de esas mañanas donde el sol roza con sus dedos sobre las simientes del trigo, sobre las copas de los árboles, sobre las espinas del nopal, una de esas mañanas en las que los viejos petreles que migran hacia el norte en busca de lugares más frescos portaban noticias en sus picos, si, extrañas noticias narradas en perdidas lenguas cantoras, que tan sólo ellos conocían, y que ellas escucharon con atención pues hablaban acerca de bellos y lejanos lugares, de otros lejanos y extraños lugares, allá al otro lado del mar, allí donde vivían aves de distinto canto y de distintas costumbres.
Y era allí, en esa tierra lejana, donde, sin tan siquiera llegar a imaginarlo, moraba un pequeño pájaro cantor que de tan ausente y despistado llevaba mil años tan solo y desorientado que ni tan siquiera recordaba como había de hacer para mover de nuevo sus alas y poder remontar el vuelo utilizando las corrientes que el sutil aire le proporcionaba, pues este pequeño pajarito ya había perdido su fe en volar y más aún en poder encontrar un pequeño nido donde refugiarse del frio de los inviernos, de las hojas del otoño, de todo aquello que sabéis que la soledad suele traer consigo. Pero fue por aquel entonces que del oeste del mundo le llegaron cánticos que otros pájaros traían y que hablaban de un lugar muy lejano donde la tierra huele a vida y agua de lluvia estancada, a ajís, y dicen y cuentan que es el país donde moran las hadas y sin pensárselo dos veces, comenzó poco a poco, lentamente a mover de nuevo sus pequeñas alas y no sin mucho esfuerzo voló lejos de la seguridad de su refugio para buscar aquel tesoro del que los viajeros que hacia África volaban una noche tras otra en sus historias narraban.
En aquel largo y solitario trayecto, os puedo asegurar que hubo, aquel frágil pajarito, de cruzar por entre bravas tormentas y crueles vientos que con fuerza abatían sus lastimeras y frágiles alas, y tardó meses e incluso muchas semanas, pues su destino muy lejos estaba, pero al fin llegó a un extraño lugar donde unos enormes edificios se erguían como montañas mantenidos en su vientre por muchos miles de escalones, y pensó que ése sería un buen lugar donde pararse a descansar de su largo y duro viaje, y os confieso no sin algo de rubor, que muchas veces pensó en dejarse llevar por los vientos y tumbarse sobre las olas para que nadie descubriese jamás su pequeño cuerpecito flotando en la inmensidad del océano, pero su voluntad era más grande que las distancias, más fuerte que los vientos y lo que ansiaba era más bello que todo lo que había conocido en mil vidas ya vividas, por eso nunca desistió en su empeño y llegó a aquel mágico lugar, no sin haberse perdido por el camino varias veces, pues la orientación os confieso, nunca fue su fuerte.
Pasó muchos días buscando, y en mil lugares ando preguntando, buscó en cielos y en montañas, y cada rincón que encontraba y en cada paraje que hallaba, poco a poco, lentamente, a su meta le acercaban, hasta que un día, unos de esos días en los que el sol roza con sus dedos sobre las simientes del trigo, sobre las copas de los árboles, sobre las espinas del nopal, vio a lo lejos como dos pequeños mirlos bebían agua del cauce de un arroyo por el que ya ni el agua fluir ansiaba, y supo que las viejas historias que por otros fueron contadas, eran verdad y no historias inventadas, y supo que había encontrado el hogar que entre lagos, colinas y volcanes buscaba, aunque alguna que otra vez, con su ronca y dura voz alguno de esos viejos señores en aquel lugar por su posesión clamaban.
Ahora que miro hacia atrás desde mi pequeña ventana, puedo ver como se aleja ese tiempo entre la niebla de esta fría tarde de invierno, en tanto, apuro los últimos minutos de luz que aún me observan e intento leer, sin poder evitar que las lágrimas acudan a mis ojos, estas envejecidas líneas para recordar esta dulce historia, mientras veo revolotear dulcemente a mi alrededor varios pequeños mirlos de negro plumaje que ya no parecen tan ausentes a mi vida.
Para mi nena Ana.

 Un saludo y espero que os guste

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