El columpio se mueve
cimbreante de un lado a otro mientras observo como Elisa sonríe sin cesar, y
con cada cadencia pendular del artilugio, vuela más y más alto en la inocencia
de quien todo lo desconoce, y total, para que saberlo.
Me llamo Eva, aunque ese no es mi verdadero nombre, tengo veintiséis
años y no sé cuántos llevo huyendo de un lugar a otro, ya casi no recuerdo
cuántas ciudades, cuántos paisajes distintos, cuántos sentimientos encontrados,
ni siquiera recuerdo si hubo un principio en toda esta pesadilla.
Le conocí una mañana de Otoño por el camino que solía llevar a la
escuela, y como cualquier muchacha de mi edad, de inmediato sentí una inocente
curiosidad mezcla de candor y al mismo tiempo de irrefrenable atracción hacia
él. Todas las chicas de los alrededores nos mostrábamos inquietas cuando, como
un adonis adolescente, se paseaba por delante de nosotras con la seguridad de
quien se siente bello por dentro y por fuera.
Yo no era, sin pecar de falsa modestia, una de las chicas más bellas
de la escuela, pero desde un principio noté que nuestra atracción era cuanto
menos recíproca. Tras unos lances, que aunque confusos, parecían demostrar que
mi intuición era cierta, comenzamos a salir. Luego vino la Universidad y por fin,
mi licenciatura. Fueron pasando los años como hojas que caen en Otoño al sólo
contacto de una ligera brisa, y tras un noviazgo de lo más común, aunque separado
por la distancia, nos casamos por la iglesia, por supuesto, pues ni mi familia
ni la suya hubiesen tolerado una convivencia, por así llamarla, contra-natura,
y ¡vaya!, buenos son en los pueblos con esos atavismos.
Nos trasladamos a la capital, pues su familia tenía una casa allí, y
los primeros meses fueron maravillosos, aunque yo, no salía de casa, casi había
abandonado mi carrera, a él no le gustaba que trabajase fuera de casa y aunque
a regañadientes lo acepté, le quería tanto.
La primera bofetada fue casi como una noticia que no esperas, como una
brisa calurosa que te golpea y ante la que no puedes reaccionar. Fue tras una
cena a la que había ido con mis compañeras de universidad, de repente me asaltó
con preguntas acerca de; ¿Dónde has ido? ¿Con quién? y, como no le satisfizo
las respuestas me “acarició” con esa sutil forma que tienen los que dicen
amarte de acariciar para luego desandar lo andado con dos lágrimas recorriendo
las mejillas y tres absurdos lo siento.
En los meses siguientes, he estado hospitalizada tres veces y más por
dejadez que por miedo, no le he denunciado, y ese fue mi error, porque esto le
hizo creer que yo era suya y como mercadería propia, podía hacer conmigo lo que
quisiera, así nació Elisa, casi sin quererlo, sin hacer ruido y aún así, nunca
le agradeceré lo suficiente la primera vez que vi su cara y supe que jamás
dejaría que mi hija viese como él me golpeaba delante de ella. Fue Elisa, como
la llama que prende la mecha, como la luz al final del túnel, fue mi salvación
pues decidí pedir ayuda y coger lo necesario para huir sin mirar atrás.
Llevamos mucho tiempo huyendo y
ya no tengo miedo por mí, pues la muerte es un sendero que todos
habremos un día de cruzar, pero si me preocupa Elisa, si me inquieta la vida
que sin merecer le ha tocado vivir, solo espero que el futuro que ha de llegar
nos sea más afortunado y que un día la hermana de Elisa que llevo en mis
entrañas, ¡ah, se me olvidaba he conocido a alguien!, crezca sin saber que hubo
un tiempo en el que el miedo era ese indeseable compañero a quien ninguno de
nosotros hemos invitado.
El columpio se mueve cimbreante de un lado a otro mientras observo a
Elisa y a Laura como sonríen, sonríen como sólo los niños saben hacerlo, aunque
debo confesar que yo aún sigo vigilante, aún sigo vigilando cada sombra que se
mueve sospechosa tras de mí.
Un saludo y espero que os guste
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