"Dedicado a todos aquellos que intentamos nadar contracorriente en el ámbito cultural de las Islas Canarias"

20 de enero de 2015

El niño que escupía renacuajos

¡Hola, qué tal!, ¿tu primera vez? si, eres muy pequeño, ¿qué edad tienes guapo? -dos manitas que casi no acertaban a coordinarse se alzaron mostrando un lustro de su diestra y uno más de esa otra que siniestra suele ser llamada-, ¡seis! eres muy mayor para tu edad, por ser tan salado es posible que luego te demos una sorpresa, ven, siéntate en este asiento y si necesitas algo, no dudes en decírmelo. No había pasado un segundo y ya aquél pequeño ser asustado, se había enamorado, por primera vez en su vida, de aquella vestal bella y amable que resaltaba por algo que, desde aquel momento, sería algo a destacar en su devenir, el maravilloso aroma al buen perfume de mujer.
Ven, tengo una sorpresa para ti, coge mi mano y no te asustes, esto que te va a pasar ahora es algo muy poco habitual, el capitán quiere conocerte, no todos los días viaja un caballerito como tú y sin la compañía de alguien. Asustado y nervioso, asiendo de la mano a la bella asistente de vuelo, el pequeño se acercaba a la cabina del avión con seguros pero diminutos pasos, para desde allí divisar la más bella vista que sus casi imperceptibles años hubiesen divisado jamás. ¡Hola! ¿cómo te llamas? ¿a qué sueles jugar? ¿te gustan los vaqueros o los indios? El pequeño ser no reaccionó ante la ráfaga de preguntas que se presentaban ante él como si de una bomba de racimo de inofensivas palabras se tratase, y tan sólo atinó a señalar un pequeño cartel identificativo donde se mostraban sus datos y su edad, y tímidamente entre balbuceos respondió, juego a indios, me gustan sólo los indios. El comandante, se giró hacia él, cogió una servilleta, una pluma dorada de montañoso sobrenombre y dibujó un vaquero que amenazante esgrimía una pistola colt, diciéndole: a mi me gustan más los vaqueros y le entregó el bosquejo con ternura. Años más tarde, el pequeño viajero alcanzó a entender lo que para él significaba la respuesta del comandante,  pues el hombre blanco nunca percibía nada de lo que no podía ver, todos ellos eran solo habitantes de esta desnuda roca, que es nuestro planeta, y ninguno de ellos nada comprendía acerca de los seres humanos.
Aquel viaje terminó en un gran aeropuerto de una gran ciudad, donde gente a la que no conocía y que se autodenominaba familia, le recogieron y llevaron de casa en casa, de lugar en lugar, sin casi darle tiempo a digerir tanta información, tanta cantidad de calles, de enormes edificios,  de coches, de gentes, en fin un caos para su pequeña cabecita insular de tan solo seis años.
Semanas después, una mañana temprano, aún cuando casi ni las calles parecían haberse despertado aún, le subieron a un coche y le llevaron lejos de la ciudad por una gran autopista, muy lejos, hacia dónde las montañas parecían observarle desde lo alto y el olor a tierra y a naturaleza confundían sus olores endémicos con otros aromas distintos nunca antes percibidos, aunque agradables, sin duda lo eran.
Tras un largo trayecto de horas, abandonaron la cansina columna vertebral de trazos blancos marcada, donde, solo de vez en cuando, algunos vehículos se cruzaban ante sus ojos variando un paisaje casi siempre monocorde. Para él, eran tan solo grandes naves con destinos ignotos, sabed que a nuestro pequeño aventurero siempre le gustó pensar cuáles serían sus rutas y sus destinos, y desde aquel entonces siempre disfrutó de observar el desolado paisaje en la búsqueda  de pequeñas aldeas para soñar imaginando quiénes eran sus moradores y cuáles eran sus vidas.
Comenzaron a subir en pos de las cordilleras que aparecían a lo lejos como grandes murallas de piedra, dejando atrás la llanura para, como si de un viento se tratase, acercarse guiados por el sonido repetitivo del motor de aquél viejo coche que cargado hasta los topes parecía quejarse en su letanía por su mala suerte en la vida, y conforme subían más y más, las quejas parecían tornarse en peticiones de ayuda, en llamadas de socorro, que sólo cesaron cuando a lo lejos pudo vislumbrar un cementerio y la ermita de una virgen que descansaba en el arcén a la entrada de un pueblo, su destino final.
Allí a las puertas de una casa de paredes encaladas, casi a las afueras de aquél nuevo lugar, le esperaba su abuela, a la que sólo había visto una vez en un viaje anterior en el que la conoció y que radiante de felicidad lo estrechó en un abrazo, como ese viento que envuelve un junco casi llegando a doblegarlo.
Con cada nuevo día, despertaba a un dulce sol de verano que se crecía en su esplendor con el paso de las horas, y ayudado por su leve arrullo se sentaba cada mañana en las escaleras desde donde observaba la calle y podía ver pasar a la mujer de los quesos, aquella que  siempre traía a su vera un precioso corcel negro con alforjas cargadas de queso fresco, que hacía que su imaginación se remontase como un águila al verlo, ya que nunca antes había visto un caballo, excepto en sus interminables batallas oníricas defendiendo las colinas negras y que, desde entonces, fue el invariable regalo de cumpleaños que su abuela año tras año le prometía y que nunca llegó.
En las tardes de intensa canícula, su joven tía, casi una desconocida para él, le recogía con su pequeño utilitario amarillo y le llevaba al más maravilloso lugar que nunca antes sus pequeños y asombrados ojos vieran, allí a tan solo dos kilómetros de la puerta de su casa moraba la más fastuosa naturaleza nunca antes conocida, allí ante sus ojos contemplaba, por primera vez en su vida, radiantes piscinas lacustres de límpidas aguas, colinas de intensa vegetación, sauces llorones y un gran puente bajo el que se reunían familias, afanadas en la búsqueda impenitente de un cobijo en la primera línea costera, para ver sin ser vistos, ejercitar la sin hueso y acabar merendando tras largas tardes de sol, arena y agua fresca, que bajaba libre y pura desde las montañas, fue, su primer tesoro y su más preciado paraíso en la tierra, allí comprendió por primera vez que el mundo estaba lleno de maravillosas formas y criaturas que nunca antes había visto y que, desde aquél verano, formarían ya parte de sus imborrables paisajes, de su universo, como lo harían también los años que luego hubieron de llegar.
Aquel lago fue su bautismo hacia un mundo diferente, distinto del suyo, pero tan o más bello que el que sus ojos hubieran percibido hasta esa fecha, jamás olvidó las deliciosas meriendas en sus orillas, cuando ya refrescaba la tarde, aquellos incesantes baños de sol y agua que arrugaban las pieles y amorataban los labios, los saltos al vacío desde la pequeña represa, los peligrosos safaris en busca de insectos y batracios, y tampoco jamás olvidaría cuántas veces, las más de las veces, en las que su pequeño cuerpo fue a dar a las cristalinas aguas del frío torrente, intentando cruzar saltando de piedra en piedra el adoquinado y musgoso puente de canchos que unía las dos orillas de su laguna estigia, allí donde tantas veces la corriente mojaba sus pequeños pies desnudos, allí donde conoció por primera vez la felicidad que se aparea de nuevo dentro su corazón, como aquellos animales acuáticos y terrestres, con cada nueva visita, con cada nueva visión de su infancia.
Quizás, porque aún con el paso de los años, cuando resbalo y caigo en mi vida, aún puedo verme reflejado en aquel pequeño niño isleño que al caerse, se erguía de nuevo escupiendo renacuajos por su boca. 

 Un saludo y espero que os guste

Fuente: Nueva antología de Cálamus

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